miércoles, 10 de octubre de 2012

RELATO ERÓTICO A CUATRO MANOS

EL HOMBRE DE LA INQUIETANTE SONRISA.


El hombre luce una inquietante sonrisa. La mujer, parapetada tras una humeante taza de té, le lanza fugaces, furtivas miradas.  No es sólo la sonrisa. Son los ojos. Grandes, oscuros. Casi hipnóticos. El hombre de la sonrisa inquietante está en la barra, tomando un café. Ella, en cambio, está sentada sola en una mesa. Su intención era leer tranquilamente El País, pero ahora le resulta imposible concentrase. Nunca se ha acostado con otro hombre que no sea su marido. Pero hoy sabe que si ese hombre se acercara y le dijera “vamos a follar”, lo seguiría sin pensarlo un segundo. Son los ojos. Y la sonrisa.
Casi instintivamente, se levanta y se acerca a la barra a pedirle fuego. Se muerde el labio inferior mientras observa sus largos dedos sosteniendo peligrosamente el mechero cerca de su boca. La cercanía de sus manos le provoca un sudor incontrolable. Reacciona y le da las gracias con una leve inclinación lateral de cabeza. Vuelve a la mesa y continúa con su té, mientras que con el pulgar hace girar suavemente la alianza sobre su dedo. Cinco minutos más tarde la inquietante sonrisa se dirige hacia la salida. Al pasar a su lado, desliza sobre la mesa un mensaje escrito en una servilleta de papel : “Floristería Ícaro. C/ Ángel. 54. A mí no me importan los maridos”.
Ella duda. Hace tan solo diez minutos no sentía otra cosa que deseo, un deseo urgente y extraño que nacía en los riñones y se iba extendiendo, poco a poco, por el resto de su cuerpo: por sus pechos, por sus labios, por su sexo. Pero ahora un atisbo de duda se instala en la mesa con ella. Sin embargo, es consciente de que este tipo de situaciones sólo ocurren una vez en la vida. Así que decide lanzar una moneda imaginaria al aire. Si sale cara, lo sigue. Si sale cruz, se olvida de todo. Por supuesto, sale cara.
Suspira profundamente pensando que realmente ha perdido la cabeza. Se levanta y se dirige al servicio. Necesita revindicarse frente al espejo. Se observa, se humedece y muerde los labios y se soníe pícaramente mientras se apoya en el lavabo. ¿Por qué no?. Se pinta los labios, se atusa el pelo y se ajusta el sujetador mientras un sugerente escote deja asomar sus redondeces entre la abertura de la camiseta negra. Huele a sudor. Palpa el bolsillo de su chaqueta vaquera y comprueba que aún conserva el presenvativo que le dieron en la última campaña del PSOE. Irracionalmente excitada abandona el local.
El número 54 de la calle Ángel no está muy lejos de allí. Son sólo unos centenares de metros, no más de cinco minutos a pie. Ella camina por la calle como flotando en una nube. Para calmar sus nervios, que están a punto de provocarle un infarto, tararea mentalmente la musiquilla de una canción de éxito, una de esas tontas canciones que suenan constantemente en la radio. De repente, se ve frente al escaparate de una floristería. El hombre de la sonrisa inquietante y los ojos hipnóticos está dentro, sostiene unas rosas en la mano derecha. Son para ella. 
Lo sabe por la servilleta de bar que envuelve a una de las rosas. A punto de darse la vuelta, él abre la puerta invitándola a pasar: Su pedido ya está preparado, señora. Vacila mientras los clientes la observan. Vestida con una falsa sonrisa, se decide. Cuando se encuentra en la trastienda con una mano revolviéndole el pelo, no sabe como reaccionar. Su intento de huir, es impedido por un beso profundo, húmedo y salvaje, contra la pared. ¡Dios, aún existen estos besos!, es lo único que puede pensar, y “tengo que irme” , lo único que puede decir mientras se tambalea hacia la salida.
 Espera un segundo, le dice el hombre, Si te vas ahora siempre te quedará la duda de si hubiera merecido la pena o no. En el bar he visto una mujer con deseos de volar. La que está ahora ante mí, sólo es un pequeño animal asustado. Ella sabe que las palabras del hombre son tan ciertas como la luz del sol. Él ve un atisbo de duda en sus ojos. Se acerca a ella, busca con sus labios la zona izquierda del cuello femenino, aspira el olor dulce de la mujer, deja un rastro de saliva a su paso.
La voluntad la abandona.
Sería el sitio ideal para follar sobre un lecho de flores. Pero no  hace falta, él la sujeta a horcajadas sobre su cintura, apoyándola en la puerta de salida, sosteniendo sus nalgas con sus manos abiertas.  Respirar pierde su importancia frente a la necesidad de sentir su boca mordiendo sus labios, su lengua recorriendo su cuello, su cuerpo. Todo pierde su perfil. Solo olor, sudor, y sabor. Y sus manos tocando sus pechos, retirando su ropa, acariciando su pelo.  El mundo se difumina... Al fin y al cabo, su marido había muerto, atropellado, hacía casi un año.

6 comentarios:

  1. Ah la voluntad de la química, o magia, o ambas cosas a la vez... cuando ves a alguien y su mirada te incita desde lo más hondo de ti...

    Me alegro de que al final no se marchase asustada.

    Muy bonito, sí.

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  2. tus palabras tienen más tacto que unas manos :)

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  3. Me encanta como lo narras y como describes, es visual, se ve, se palpa y se siente. Lo unico, si me permites y no quiero molestar, no me acaba esa última frase, no sé porque, pero no me convence.
    Como te he dicho espero que no te molestes, pero el texto me gusta mucho y creo que da para más historia.

    Besitos

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  4. Puede que lleves razón y no quede claro que esa última frase es una reflexión que ella se hace sobre su marido, al que aún guarda luto. Pero no me parece bien tocar el texto; es un relato a 4 manos que surgió así, y creo que es un bonito detalle que se quede como nació.

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  5. en el erotismo nunca sobran manos, y basta con una.

    el final es perfecto. ya sabes cómo me pone la muerte ;-)

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