Cuando yo nací ya no había
guerra, pero los silencios la rememoraban cotidianamente y apuntaban a
vivencias prohibidas y a recuerdos
vergonzosos. En mi familia había muchos silencios, aunque hasta que fui
mayor no entendí si se referían a unas o a otros. Aprendí a los 7 años que
fuera lo que fuera, mi familia y yo pertenecíamos
al grupo de los perdedores. No me gustaba el colegio, prefería correr por las
calles tras los gatos y tumbarme al sol cuando me cansaba, beber agua de la fuente
y esconderme de esquina en esquina hasta
que era la hora de regresar a casa.
Eran los primeros días de la
primavera, el calor del sol empezaba a ser placentero y las nuevas horas de sol
me parecían un postre añadido a una buena comida. Mi casa estaba viva, era un rio de gente que
iba y venía, todos ocupados; mis padres, mis abuelos, mis tíos, mis hermanas y
hermanos y, ocasionalmente, alguna vecina desocupada. Adoraba esos momentos que me permitían hurgar
por los rincones, requisar algo goloso de la alacena, esconderme en el
dormitorio de mis padres mientras mordisqueaba un trozo de galleta. Aquel día
era una de canela, crujiente y aromática. Mientras que la saboreaba despacio, apretándola contra el
paladar, y toqueteaba los cajones de la cómoda, encontré una caja metálica, de
lata, con sugerentes dibujos de colores. Estaba oculta tras las sábanas
bordadas que mi madre nunca usó y que
guardaba como un tesoro, sólo para mirarlas de vez en cuando. No pude resistir
la tentación de sacarla y abrirla. ¡En mi vida había visto semejante cantidad
de billetes juntos!, un montón que no podía abarcar con mis dos manos
juntas. Dos o tres me bastarían para
comprarme un trompo, regaliz, e ir al cine el viernes por la tarde a ver una
película del oeste, e invitar a Pablo, y a Carlos. ¡Era rico!
Al instante siguiente y de
repente, mientras mostraba aquel tesoro a mis amigos, la calle se convirtió en
un sitio peligroso y adverso. La fuerza de las pérdidas, de las humillaciones,
de las rabias, cayeron sobre mí a través de los ojos de espanto de mi familia, que
salió a socorrerme con miedo y con silencios, muchos silencios. Me sentí
aterrorizado cuando mi abuelo arrancó bruscamente los billetes de mi mano y se
los guardó con rabia en el bolsillo, y sin mediar palabra tiró urgentemente de
mí y nos encerró a todos en la casa, con cerrojo y todo, a pleno día. No hubo palabras, solo miradas y
silencios cada vez más grandes, y el manojo de billetes en la chimenea,
ardiendo apresuradamente y quemando la imagen de una mujer togada junto a un letrero que rezaba “República Española, Certificado de plata,
10 pesetas, Emisión de 1935”.
PARA MI AMIGA JUANI, A LA QUE LE NACE MAÑANA SU HIJA JULIA.
Hola MA.
ResponderEliminarLlegué aqui de casualidad, pero me encantó conocerte.
Me gustó tu blog. Ya te sigo para volver a leerte.
Te invito a visitarme. Ojalá te guste.
Saludos desde Oporto y te deseo un feliz Domingo.