Tengo
que dejar este trabajo, va a acabar
conmigo. La humedad del invernadero se apodera de mi cuerpo. Me cuesta
respirar, no puedo pensar y el calor me inspira primitivos deseos vegetarianos.
El roce de las punzantes rosas sobre mis pezones, el sabor tibio de las orquídeas
vaciándose sobre mi boca. Todo alrededor son manos desnudas que me tocan y
gotitas invisibles que escurren sobre mi piel. El pasillo de los nardos me
provoca orgasmos duros y espontáneos que se suceden a cada paso. Apenas puedo
andar sin sentir una sacudida.
Un
cliente me pide margaritas, lo imagino penetrándome sobre los sacos de abono,
rodeada de ramos blancos que escurren su polen amarillo sobre mí, dejando una
deliciosa sensación a talco. Los rígidos
tallos de las enredaderas se acercan con disimulo subiendo por mi entrepierna.
Hago como que no las veo, y las dejo subir hasta el borde interno de mis ingles.
El riego a aspersión se dispara e inflama aún más mis ganas de derramarme.
Sacudida tras sacudida llego hasta la caja registradora y cobro al señor de las
margaritas, 15 €. Sudo, tiemblo, estoy agotada. Cojo el dinero de su mano con
una sonrisa imbécil que creo que me delata. Me mira raro.
Tengo
que dejar este trabajo, temo la reacción de los cactus cuando me acerque a
ellos.
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