Quiero
creer que las cosas terribles siempre ocurren en días tormentosos y tristes, a
través de nubes oscuras que acechan como mirlos insidiosos; o en noches frías
con jirones de cirros ocultando la luna llena. Pero no es cierto, a veces
transcurren con un sol de primavera bajo el que nunca puede pasar nada malo, y
las historias, hasta las malas, suceden públicamente
sin pudor ni conciencia de pecado.
Así
debió ocurrir aquello, sin conciencia de pecado, sin pudor por parte de los
justicieros. En mi casa lo contaban como un hecho mágico que adquiría condición
mítica de heroicidad, o de justicia divina.
Antonio,
mi tío, era un hombre de campo, joven, fuerte y grande, al que llamaban El
Penas, por su afición al cante, y cuyo único delito había sido trabajar duro y hablar
con demasiada libertad en la posada.
Un
día, o una noche quizás, montó contra su voluntad en un camión pegaso, el único
de la comarca, confiscado con conductor incluido, para acarrear cuerpos, vivos
y muertos.
El
camión olía a sangre, a mierda, a vómito y a orines secos escapados de decenas
de viajeros anteriores. Llegó a una cuneta cualquiera, una fría y oculta, tras
una curva, o tras unos pinos. Bajaron todos. Antonio se resistió a los
empujones de su verdugo, Mateano se apodaba, con el que había trabajado codo
con codo en más de una ocasión.
─Si me
vais a matar, será a la fuerza. No pienso colaborar.
─Hijo
de puta, cabrón, ¡baja ya!
Supongo
que el miedo movía a los dos. A uno por su cercanía a la muerte, al otro por su
lejanía de la vida.
Bajó
del camión a patadas, y como un perro acorralado y rabioso mordió a su guardián
en la espinilla. Todas sus fuerzas, desde aquel instante hasta el final de sus
días quedaron concentradas entre la mandíbula de Antonio y la pierna que lo
pateaba.
Luego,
un fuerte golpe en la cabeza, un sonido agudo y la oscuridad.
Años
después, cuando la contienda y la post contienda habían dejado a unos sin nada
y a otros muertos, el guardián de aquella escena aún tenía la herida tierna agarrada
a su pierna. Nunca se le curó. Dicen que se enquistó y le provocó una abertura
supurante y maloliente que no dejó de recordarle, mientras tuvo consciencia,
que un día, alguien a quien conocía, luchó contra él, con uñas y dientes, para no
abandonar injustamente esta vida.
14 ABRIL 2016
Las injusticias no tienen ni luna ni sol
ResponderEliminarno tienen hora
pero sí memoria...para todos aquellos que lo vivieron...
tu talento de letras me encanta
ResponderEliminarU abrazo desde lo lejos