Carmen quedó viuda apenas nació su octavo hijo. No fue una
muerte esperada la de su marido, pero sí anunciada por los vómitos sanguinolentos
y dolorosos, compañeros de mil borracheras. Al principio sólo eran vómitos,
luego fueron molestias ocasionales, y finalmente el dolor se quedó a vivir en
el fondo de su garganta, agarrado a la ronquera y a la desesperación. Cuando
dejó de comer acababa de cumplir los 40, era fuerte y le sobraba energía para
engendrar otros ocho hijos, satisfacer a su mujer en la cama, y emplearse con
las cuatro putas de la calle de arriba.
Carmen lo echó de menos el resto de su vida, a pesar de las
palizas que se derivaban de las noches de taberna y los amigos de brisca y
cinquillo. Con un resentimiento oculto, ella solía decir que no eran palizas,
que ellos se pegaban a medias, que se querían, que lo quería más que a la niña
de sus ojos y que el Señor lo castigó con su enfermedad por las muchas veces que
había follado con otras mujeres.
Cuando la muerte ya había decidido que él lo acompañara y
que para ese viaje no necesitaba comer, Carmen buscó, en vano, todas las formas
a su alcance para procurarle alimentos que pudiera tragar: papillas de frutas
enriquecidas con miel, zumos mezclados con yema de huevo, legumbres trituradas
desprovistas de su piel y mezcladas con caldo de carne… La llaga de su garganta
era tan grande que le cerraba el paso a cualquier alimento que intentaba pasar
a través de ella.
Finalmente, Carmen consiguió que un chorrito de leche
pasara, gota a gota, hacia el estómago de su marido. Fue eso lo único que comió
en sus últimos meses de vida y lo que le permitió vivir su larga agonía mejor
alimentado.
Dios lo ha castigado, decía ella como si dictara una
sentencia justa; la leche era la única bebida que él había odiado durante toda
su vida.
Cada uno elige como vivir e interpretar cada momento de la vida
ResponderEliminarGracias por volver
Me encanta leerte
Feliz Navidad