Y ahí no mando yo. La mayoría de la
veces lo hago sin querer, surge y ya está. Fue un don heredado de mis abuelos,
los que emigraron a Francia procedentes de Valencia; judíos sefardíes,
expulsados de un reino milenario. Guardaban los poderes de varias generaciones
entre sus genes. La magia, la potestad de influir. A mí me dejaron la capacidad
de poseer a través de los sueños.
La primera vez fue cuando murió
Carmen, mi vecina. Lo hice sin darme cuenta, escondió mi lazo rojo de los
domingos y quise que se muriera. La soñé con un pañuelo blanco anudado
alrededor de la cabeza, sujetándole la barbilla. Cuando desperté había muerto.
Mamá ayudo a amortajarla y le puso un pañuelo blanco porque no podía cerrarle
la boca. Desde entonces intento no soñar con odio, pero no siempre lo consigo.
Las noches de domingo no me gustan,
me asustan. Me sumergen en la premonición de una realidad depredadora, por eso
me perfumo y me acicalo con notas orientales de azafrán y melocotón antes de
salir.
Anoche te descubrí confuso y silente
al fondo de la barra, sosteniendo aquel brebaje anaranjado. Me acerqué a ti, te
pedí fuego. Te hubiera besado allí mismo, hasta consumirte, pero tú no me
viste. Prendiste distraído el extremo de mi cigarro sin percatarte de que me
aspirabas. Invisible para ti, rocé tu mano dándote las gracias.
Por eso te esperé anoche en el fondo
de tus sueños. Y hoy, y mañana.
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