Había
asumido con resignación quitar durante el resto de los días de su vida la
mancha de café que aparecía insistentemente sobre la encimera de la cocina tras
el desayuno diario. Había decidido recoger cada mañana sin rechistar las gotitas
que su chorro de orina desgastado dejaba sobre la tapa del wáter, y quitarle
las raspas al salmón antes de servirlo, para que no se atragantara. Incluso
había soportado con desconocida paz que le repitiera machaconamente lo bien que
hacia su mamá (muerta hace 40 años) la sopa de pimientos. Pero de ninguna
manera, bajo ningún concepto estaba dispuesta a limpiar aquella mierda que quedaba
esparcida por toda la sala, tras la siesta, a golpe de suspiro: abrazos firmes
junto a gente que no era ella; colores intensos de besos y carcajadas; piernas
de vértigo con medias de cristal; tugurios de vapores alegres; veranos tibios al
desnudo... Se lo había repetido por última vez. Limpiar sus babas del cojín o
acomodar la manta del sofá, pase. ¡Pero recoger todos los recuerdos que se le
caían mientras dormitaba!, ¡de eso, ni hablar!
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