Nunca
entendí a mi padre. No, nunca lo entendí. Él odiaba el arte y todo lo que
suponía. Creo que incluso odiaba a mi madre porque intentaba inculcarme el amor
a la pintura. De ella aprendí a mezclar colores y luces, a dosificar el espacio
de una superficie vacía, a encontrar el alma de lo que me rodeaba. Era lo que
más me gustaba, arrancar el alma a los objetos y trasladarla al lienzo; ¡y no
se más daba nada mal! Excepto con los bodegones, creo que no tienen alma.
Ahora
que lo pienso…, quizás no era el arte lo que odiaba, sino que mi madre se
apasionara con otras cosas, con almas ajenas, con colores exteriores, y sobre todo
conmigo. Con él nunca hablaba de esas
cosas.
En los
animales el alma está más cerca, creo que sale por los ojos.
Mamá
tenía unos ojos preciosos, negros y rasgados, llenos de alma. Papá no.
Papá
me odió por siempre jamás cuando vio el cuadro con el alma de mamá. No sé por
qué no le gustó; y eso que me esmeré en los bermellones, ¡su puto color
favorito! Supongo que fue al descubrir el cuerpo inerte, degollado, en el
parqué del salón, lleno de sangre. ¡Total, eso se quita con lejía!, pero el
alma de mamá estará siempre allí, en el cuadro del salón.
Para José, por expreso encargo. Que te favorezca la suerte.
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