lunes, 9 de mayo de 2011

LO INESPERADO

Cuando le abrí la puerta, Alicia entró como un relámpago, roja y totalmente alterada. Me encontró ordenando los libros que tenía guardados en cajas desde el último traslado. Estaban todos repartidos por el suelo y no se podía dar un paso. El olor a papel viejo y cajas añejas invadía el salón, y era tan intenso que tuve que abrir las ventanas, para que la brisa de la primavera renovara el aire.


Se abalanzó sobre mí y sujetándome por los hombros me gritó:

- ¡Vayámonos juntas a hacer el Camino de Santiago! Será una buena ocasión para pensar en nosotras mismas. Dejamos a tu marido en casa y nos tomamos 15 días de libertad.

Alicia era mi amiga desde que tengo uso de razón, hace más de treinta años. Últimamente estaba pasando una mala racha y se entusiasmaba con cualquier cosa. Al contrario que yo, era una obsesa del orden y la limpieza, escrupulosa hasta la exageración y muy desconfiada y miedosa con los desconocidos. Era la persona menos indicada para proponerme semejante aventura.

Le comenté las desventajas de ese viaje, las dificultades del alojamiento y las comidas, lo duro del camino y la obligación de establecer relaciones cercanas con desconocidos.

Su excitación era tal que nada parecía importarle. Me dejé seguir por su entusiasmo y por los planes que ya había hecho Alicia y comenzamos a hablar del recorrido, con el firme convencimiento de que lo más divertido de la vida es lo inesperado.

He de reconocer, que la idea de un largo peregrinaje a pie cargada con mi mochila, sin rumbo definido, me seducía como una deuda pendiente de mi juventud.

Pasamos la tarde siguiente de compras después de contarle nuestros planes a mi marido, a los que no se opuso, aunque le producía cierto rechazo el que dos mujeres solas hiciéramos tal caminata en solitario. Compramos una mochila, botas para andar, chubasqueros, sacos de dormir de cremallera, ropa cómoda y nos divertimos como tontas pensando en la pinta que tendríamos con todo el equipo acuestas. La mochila era enorme y ya no recordaba lo que pesaba. Las botas de andar eran horribles y con ellas perdía la sensualidad que tantos años me había costado conseguir, a fuerza de descartar ropa que no me favorecía, y de soportar otra que no me era especialmente cómoda. Frente al espejo, con todo el atuendo puesto, dudaba si a mi edad era el momento para hacer un viaje semejante.

Salimos en los primeros días de Junio con la intención de hacer el recorrido del Puente de la Reina a Burgos en diez días.

El primer recorrido fue una prueba de fuego. Caminamos durante horas solas y cada vez más agotadas, pensando que quizá no era el viaje que habíamos soñado. Mi amiga no dejaba de quejarse de dolor de pies, de lo sudada que estaba y de la urgencia que tenía por asearse y desprenderse del polvo y el sudor de tantas horas de caminata.

En un cruce de senderos encontramos un grupo descansando sobre la hierba. Nos paramos y enseguida emprendimos una animada conversación sobre los alojamientos más conocidos, de forma que cuando decidieron reanudar la marcha nos invitaron a seguir con ellos. Me fijé en un chico que tenía una sonrisa amplísima y fresca que invitaba a escucharlo, y atendía con todo su cuerpo cuando le hablabas. Era inquietante escucharlo contar historias de viajes anteriores. Sentí el deseo de sentarme cerca de él. A lo largo de las siguientes jornadas y sin darnos cuenta nos buscábamos durante todo el día como desesperados, intentando siempre coincidir en las comidas, en las conversaciones, estar cerca. A cada instante, mirara hacia donde mirara, nuestros ojos se encontraban de frente en una mirada fugaz pero intensísima y cargada de deseos.

Poco a poco comenzaron a buscarse no solo nuestros ojos sino también nuestros labios, a los que atendíamos directa y fijamente durante nuestras charlas a lo largo del camino.

Aquel sexto día, había sido agotador y entramos en el refugio casi arrastrándonos, a las once de la noche. Colocamos los sacos en batería a lo largo de la estancia, prácticamente a oscuras, con la desgana del que ya no puede más. Coincidimos uno al lado del otro. El sueño se impuso pronto en el recinto.

Sin darnos apenas cuenta, durante la siguiente hora nos fuimos acercando milímetro a milímetro, casi sin movernos, con un disimulo inconsciente, hasta sentir la respiración de uno chocando contra la del otro, arremolinándose en el poco espacio que quedaba entre los dos y volviendo jadeante hacia nuestros rostros. Y aunque aún nuestros cuerpos no se tocaban, sentía el calor de su torso atravesando el saco con una fuerza sobrenatural.

Abrió su saco, entró en el mío y se tendió sobre mí descaradamente, sin la menor duda de que fuera a rechazarlo.

No recuerdo como nos deshicimos de nuestra ropa interior. Estaba tan aturdida y el deseo era tan fuerte que todo ocurrió con una fluidez y rapidez impensable. Nuestros cuerpos respondieron con una pasión exagerada al olor del sudor pegajoso acumulado minuto a minuto durante la hora anterior.

Me olisqueaba el pelo hundiendo su cabeza entre mi cuello, me mordía los labios y me besaba como absorbiendo de mi boca. Nuestros cuerpos invadidos por un calor embriagador por dentro y por fuera se acoplaron con la confianza que proporciona el deseo retenido.

Le acaricié la espalda, o más bien se la ceñí con fuerza, agarrándome a su camiseta como si fuera a despeñarme por un acantilado, mientras mis piernas le rodeaban la cintura con avidez. La dificultad de moverme entre el saco de dormir, para liberar toda la pasión que sentía, me desesperaba aún más.

Me penetró con la delicadeza y suavidad de quien se conoce desde hace cien años pero con la intensidad apasionada de un adolescente en celo. Nada se parecía a las relaciones que mantenía con mi marido, esto era como la primera vez … hace ya tantos años.

La complicidad era tan grande que parecía leer mis pensamientos, y me susurró al oído:

- Con los amantes siempre es así, intenso.

La tensión de tener que guardar sigilo contribuyó a que todo fuera más fuerte, más profundo.

Enloquecía y estallamos en múltiples silencios gritados desde dentro, para que nadie nos oyera. Ahogué todos mis gemidos mordiendo mi saco con desesperación, con un deseo impotente de poder chillar.

Y aunque todo duró tan solo unos segundos larguísimos, la sensación de plenitud fue infinita.

Me besó delicadamente en la frente y volvió a su saco, manteniéndose muy cerca de mí.

Me desperté temprano, tan cerca de él que podía sentir su aliento resbalando sobre mis labios. Recogí mi saco y mi mochila. Salí sigilosamente mientras todos dormían. No le dejé ni mi teléfono, ni mi correo, ni mi dirección, aunque la tentación de esconder una nota bajo su saco era fuerte. Cerré la puerta y conforme caminaba pensaba en que quizás el recuerdo de ese encuentro inesperado ocuparía un lugar en su memoria digno de la magia que habíamos compartido. Con un nudo en la garganta pensé en los dolorosos días que necesitaría para olvidar.

3 comentarios:

  1. eso es lo que muchos peregrinos llaman el éxtasis del santo?
    pues me apunto, pero solo no, no vaya a armarla también

    ResponderEliminar
  2. Wuauuu, eso si que es hacer el camino de Santiago y compañerismo entre peregrinos...

    Me ha encantado, Genial del todo.

    Un Saludo :)

    ResponderEliminar
  3. Esto si que es el polvo del camino.
    Subidita historia, muy sensual y atrayente, pero parece ser que la sensación de culpa le va a durar un rato largo. ¡que le vamos a hacer!

    Muy buena historia

    ResponderEliminar