lunes, 31 de octubre de 2011

EL CAFÉ


El primer toque de la llamada ya sonó a afrenta.
Carlos descolgó con la derecha mientras que malabarísticamente, se sujetaba el teléfono entre la mejilla y el cuello a la vez que tecleaba ávidamente en el ordenador.
-          Sí, dígame.
-          Hola cariño, que haces. 
Eran las doce del mediodía. Carlos odiaba esa pregunta retórica sin sentido, a esas horas de la mañana.
-          Estoy cerrando expedientes, tengo un montón de cosas que terminar, ¿qué querías?
-          No tengo con quien tomar café.
La voz sonó triste en la distancia y más que una afirmación era una reivindicación, de no se sabía que situación. Águeda no tomaba café, pero cuando su marido estaba en casa compartía con él una pequeña taza de la que surgían charlas intrascendentes y relajantes de confidencias y cercanías. Eran estos minutos cafeinados, y su hueco en la cama lo que ella echaba de menos cuando él viajaba fuera. Aunque nunca pedía café en el bar, estaba convencida del valor social de la mayoría de las bebidas. Según ella, el café exigía una charla confidente y familiar, mientras que el vino la requería amigable y desinhibida. En ambos casos, la conversación era imposible sin la mediación del líquido. Pensaba a pies juntillas, que había una gran diferencia entre aquellos que frecuentaban las bebidas sociales y aquellos que no lo hacían, y en ambos casos determinaban una forma de ver el mundo.
      Ese día, se sentía especialmente cafetera. Le apetecía uno pequeño y azucarado. Y muy suave, como lo hacía su marido, tomado sin prisa, de pie, en la cocina, apoyada contra la pared, a media mañana.
-          Volveré pronto, esta tarde nos tomamos uno. Un beso. 
La conversación terminó precipitadamente, justo lo contrario al café que a Águeda le apetecía en ese instante. Cuando colgó, Águeda se desparramó en el primer sillón que encontró, pensando que si se hacía un café y se lo tomaba sola, no sería lo mismo. 
Hacía calor. Salió a la calle pensando en su cafelito azucarado. Pasó frente al bar del barrio, se sentó en la terraza con vistas a la calle principal y llamó a la camarera. ¡Un Nestea, por favor! Con un refresco no hace falta compañía, el hielo de la bebida te acompaña derritiéndose suavemente mientras pasa el tiempo tedioso de la soledad. El café es otra cosa, necesita compañía.
Acabó el refresco rápido y caminó tranquilamente por la acera protegida por las grandes sombras de los moreros.
Pasó frente a la marquesina del autobús y paró mientras observaba a los impasibles usuarios. Hizo una reflexión profunda sobre la importancia de las palabras sin sentido y de las charlas insustanciales que se ahogan dentro un café compartido, tras pasar una mañana sola, encerrada en casa. Se dirigió de forma inconsciente e impulsiva a uno de los futuros pasajeros del autobús. No le preocupó que el chico fuera un joven atractivo, con un aire seductor de Indiana Jones, entre inteligente y descuidado y con aspecto de volador de sueños y fantasías.
-          ¿Le apetece a usted un café?

5 comentarios:

  1. ¿no le preocupó? eso no lo entiendo, lo lógico es si fuese unicejo le preocupase, o es por temer una infidelidad?

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  2. ...pues vale, voy a desayunar ahora..nos vemos...un beso desde Murcia...seguimos...

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  3. con un café en las manos es imposible no hablar.
    necesito un whisky.

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