El hombre luce
una inquietante sonrisa. La mujer, parapetada tras una humeante taza de té, le
lanza fugaces, furtivas miradas. No es sólo la sonrisa. Son los ojos.
Grandes, oscuros. Casi hipnóticos. El hombre de la sonrisa inquietante está en
la barra, tomando un café. Ella, en cambio, está sentada sola en una mesa. Su
intención era leer tranquilamente El País, pero ahora le resulta
imposible concentrase. Nunca se ha acostado con otro hombre que no sea su
marido. Pero hoy sabe que si ese hombre se acercara y le dijera “vamos a
follar”, lo seguiría sin pensarlo un segundo. Son los ojos. Y la sonrisa.
Casi instintivamente, se levanta y se acerca a la barra a pedirle
fuego. Se muerde el labio inferior mientras observa sus largos dedos
sosteniendo peligrosamente el mechero cerca de su boca. La cercanía de sus
manos le provoca un sudor incontrolable. Reacciona y le da las gracias con una
leve inclinación lateral de cabeza. Vuelve a la mesa y continúa con su té,
mientras que con el pulgar hace girar suavemente la alianza sobre su dedo.
Cinco minutos más tarde la inquietante sonrisa se dirige hacia la salida. Al
pasar a su lado, desliza sobre la mesa un mensaje escrito en una servilleta de
papel : “Floristería Ícaro. C/ Ángel. 54. A mí no me importan los maridos”.
Ella duda. Hace tan solo diez minutos no sentía otra cosa que
deseo, un deseo urgente y extraño que nacía en los riñones y se iba
extendiendo, poco a poco, por el resto de su cuerpo: por sus pechos, por sus
labios, por su sexo. Pero ahora un atisbo de duda se instala en la mesa con
ella. Sin embargo, es consciente de que este tipo de situaciones sólo ocurren
una vez en la vida. Así que decide lanzar una moneda imaginaria al aire. Si
sale cara, lo sigue. Si sale cruz, se olvida de todo. Por supuesto, sale cara.
Suspira profundamente pensando que realmente ha perdido la cabeza.
Se levanta y se dirige al servicio. Necesita revindicarse frente al espejo. Se
observa, se humedece y muerde los labios y se soníe pícaramente mientras se
apoya en el lavabo. ¿Por qué no?. Se pinta los labios, se atusa el pelo y se
ajusta el sujetador mientras un sugerente escote deja asomar sus redondeces
entre la abertura de la camiseta negra. Huele a sudor. Palpa el bolsillo de su
chaqueta vaquera y comprueba que aún conserva el presenvativo que le dieron en
la última campaña del PSOE. Irracionalmente excitada abandona el local.
El número 54 de la calle Ángel no está muy lejos de
allí. Son sólo unos centenares de metros, no más de cinco minutos a pie. Ella
camina por la calle como flotando en una nube. Para calmar sus nervios, que
están a punto de provocarle un infarto, tararea mentalmente la musiquilla de
una canción de éxito, una de esas tontas canciones que suenan constantemente en
la radio. De repente, se ve frente al escaparate de una floristería. El hombre
de la sonrisa inquietante y los ojos hipnóticos está dentro, sostiene unas
rosas en la mano derecha. Son para ella.
Lo sabe por la servilleta de bar que envuelve a
una de las rosas. A punto de darse la vuelta, él abre la puerta invitándola a
pasar: Su pedido ya está preparado, señora. Vacila mientras los clientes la
observan. Vestida con una falsa sonrisa, se decide. Cuando se encuentra en la
trastienda con una mano revolviéndole el pelo, no sabe como reaccionar. Su
intento de huir, es impedido por un beso profundo, húmedo y salvaje, contra la
pared. ¡Dios, aún existen estos besos!, es lo único que puede pensar, y “tengo
que irme” , lo único que puede decir mientras se tambalea hacia la salida.
Espera un segundo, le dice el hombre, Si
te vas ahora siempre te quedará la duda de si hubiera merecido la pena o no. En
el bar he visto una mujer con deseos de volar. La que está ahora ante mí, sólo
es un pequeño animal asustado. Ella sabe que las palabras del hombre son tan
ciertas como la luz del sol. Él ve un atisbo de duda en sus ojos. Se acerca a
ella, busca con sus labios la zona izquierda del cuello femenino, aspira el
olor dulce de la mujer, deja un rastro de saliva a su paso.
La voluntad la abandona.
Sería el sitio ideal para follar
sobre un lecho de flores. Pero no hace
falta, él la sujeta a horcajadas sobre su cintura, apoyándola en la puerta de
salida, sosteniendo sus nalgas con sus manos abiertas. Respirar pierde su importancia frente a la
necesidad de sentir su boca mordiendo sus labios, su lengua recorriendo su
cuello, su cuerpo. Todo pierde su perfil. Solo olor, sudor, y sabor. Y sus
manos tocando sus pechos, retirando su ropa, acariciando su pelo. El mundo se difumina... Al fin y al cabo, su
marido había muerto, atropellado, hacía casi un año.
Ah la voluntad de la química, o magia, o ambas cosas a la vez... cuando ves a alguien y su mirada te incita desde lo más hondo de ti...
ResponderEliminarMe alegro de que al final no se marchase asustada.
Muy bonito, sí.
tus palabras tienen más tacto que unas manos :)
ResponderEliminarMe encanta como lo narras y como describes, es visual, se ve, se palpa y se siente. Lo unico, si me permites y no quiero molestar, no me acaba esa última frase, no sé porque, pero no me convence.
ResponderEliminarComo te he dicho espero que no te molestes, pero el texto me gusta mucho y creo que da para más historia.
Besitos
Puede que lleves razón y no quede claro que esa última frase es una reflexión que ella se hace sobre su marido, al que aún guarda luto. Pero no me parece bien tocar el texto; es un relato a 4 manos que surgió así, y creo que es un bonito detalle que se quede como nació.
ResponderEliminaren el erotismo nunca sobran manos, y basta con una.
ResponderEliminarel final es perfecto. ya sabes cómo me pone la muerte ;-)
Muy buenooooo!!!!!!!!!!!!
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