La edad era un signo
inequívoco de que había vivido. Pero solo eso.
Ahora, más que nunca, le
gustaba hablar de sus amores y desamores.
De Juanita, de cómo se reía cuando, en sus encuentros ocasionales,
comenzaba a fallarle la rigidez de su amor, de cómo lo abrazaba y consolaba y
besaba mientras volvía a restaurarse su hombría por completo. De cómo sus manos huesudas y arrugadas seguían
siendo las mismas que despertaban con sus caricias los gemidos de Martina, las
mismas que, sucias, arañaban la tierra
día tras día, sin descanso, intentando arrancar un jornal para sus hijos.
Ahora, cuando dormitaba, se
veía a sí mismo sobrevolando por el techo y podía contemplarse en un cuerpo que
no era el suyo pero que contenía todos los secretos de su vida.
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