Cuando acabó la guerra volvieron a su casa,
vacía, desposeída de muebles y de grano, con las paredes exhalando aliento frío
de una mañana de enero, llena de lejanos y cálidos recuerdos de la
familia sentada a la mesa tras una dura jornada de campo. Habían
huido sin nada, y ahora volvían con las manos llenas de más nadas.
Muchos, muchos vacíos, y varias penas: asesinados, prisioneros, vejados y
humillados. Y esos vecinos suyos,
silenciosos y falsos como alimañas hambrientas, se habían llevado todo lo que
poseían entre aquellas cuatro paredes.
Quería ponerle comienzo a aquella insensatez, y
no acertaba a encontrar el momento exacto. Recordaba un verano cálido,
fructífero y alegre en el cortijo, y que al comienzo, tras el alzamiento,
habían matado a su cuñado. Un duro golpe que sin embargo no hacía presagiar los
acontecimientos venideros. Los grandes desastres nunca se ven venir.
Después, el hondo dolor por la muerte de su hijo, la desesperada huida hacia
otras tierras, la angustia interminable al ver a otro de sus hijos en el
frente, la locura por el encarcelamiento de su marido…
Ahora ella, y los que quedaban de los suyos,
habían regresado. Y lo habían hecho bajo promesa de que no habría represalias
contra los republicanos.
Vestida de negro desde la muerte de su madre,
con una madrastra de cuento y un padre trabajador pero ausente, no tuvo una
infancia fácil. Ausencias y maltratos hicieron de ella una niña callada,
resignada. Se casó sin amor, pero aprendió a querer. Trajo al mundo a tres
hijos y dos hijas. Y sabía leer y escribir. Pero ahora todo se había vuelto denso
y oscuro, una cueva sin salida, como cuando vivía con la mujer de su padre.
¿Qué más podía ocurrir?
Ocurrió, que acabada la guerra, dedos acusadores la señalaron
y la culparon de hacer en su casa, antes
de que todo comenzara, reuniones en las que se hablaba de política. Dedos de personas que compartían con ella las mismas calles,
idénticas migajas de raciones, trabajo y misas; amigos, vecinos,
familiares.
Y hasta 3 veces la llevaron a raparlas a ella y
a sus hijas, o a ella sola. Largas y orgullosas melenas trenzadas,
envidia de muchos, objeto de pasiones de otros. Y hasta 3 veces alguien salió
en su defensa y se libraron de aquella humillación.
El miedo instalado en su casa, se pegó también a
su pelo y a toda su piel, y la cuarta vez que vinieron a buscarla para cortarle
la melena, se sentó en un taburete pequeño, se agarró a él y digna como una
reina de película sentenció:
- De aquí no me voy hasta
que no me rapéis. ¿Creéis que me importa mucho mi pelo? ¡pensáis que después de
matar a mi cuñado, a mi hijo, encarcelar a mi marido y esclavizar a mi otro
hijo, que después de habérmelo robado todo, me importa mucho mi pelo!
Y por cuarta vez, se libró, sin motivo aparente,
gracias a un juez que pasaba por allí. Salió a la calle con su larga trenza, ya
sin dolor y con un vacío que le hizo perder la cabeza en una nube cenicienta y
espesa durante varios meses.
Será por eso, por tanto sufrimiento, por tanta
amargura negra, que a mi bisabuela María, y a sus dos hijas siempre les gustó
vestir de colores vivos y alegres.
14 abril 2019