Se sirvió un vino blanco, semiseco, en una
copa larga atravesada sin compasión por la luz crepuscular de Granada, y se
sentó frente a la tele apagada. No le gustaba beber sola, y menos un
blanco. El tinto se daba más a la soledad, duro y rotundo. Una buena compañía.
Pero el blanco no; el blanco le hacía añorar las caricias de un hombre desde la
primera copa. Previamente se instalaba, suave, en su paladar y después inundaba
las lindes de sus muslos con evocadoras bocanadas de calor, y hacía que le
apeteciese otra más, y otra, y
otra. Nunca tomaba más de dos,
pero hoy era distinto. Deseaba olvidar y no recordar más que el vino, haciéndola
suya sorbo a sorbo. Y mientras el frío líquido humedecía sus labios, se entregaba a sí misma, acompañada de un
surtido de sensaciones afrutadas, redondas, frescas y ácidas.
(Antonia, si gano, te invito a vino)
las lindes de sus muslos
ResponderEliminarsólo por eso brindo por vos. contigo.
El vino acompaña que da gusto.
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