Llovió un pez tras otro,
hasta que el suelo se cubrió de un tapiz viscoso y resbaladizo. Conforme el sol se asomaba entre las nubes
ellos iban desapareciendo, derritiéndose como claras de huevo mal montadas.
Cogí uno como muestra,
seguro que no me creerían si no lo veían,
y lo llevé a casa. Lo alimentaba con gotitas de rocío que recogía antes
de desayunar y lo mantenía resguardado del calor al abrigo de una fría sombra que
encontré en un rincón de la cocina.
Ahora estoy preocupada, el
invierno acaba, las nubes se retiran y el sol brilla cada día durante más rato.
No sé como ocultarlo de sus rayos. Y creo que él lo sabe, porque revolotea
inquieto de un rincón a otro de su caja.
Metereologicamente creativo...
ResponderEliminarUn beso.