jueves, 26 de noviembre de 2015

MONÓLOGO


Nunca entendí a mi padre. No, nunca lo entendí. Él odiaba el arte y todo lo que suponía. Creo que incluso odiaba a mi madre porque intentaba inculcarme el amor a la pintura. De ella aprendí a mezclar colores y luces, a dosificar el espacio de una superficie vacía, a encontrar el alma de lo que me rodeaba. Era lo que más me gustaba, arrancar el alma a los objetos y trasladarla al lienzo; ¡y no se más daba nada mal! Excepto con los bodegones, creo que no tienen alma.
Ahora que lo pienso…, quizás no era el arte lo que odiaba, sino que mi madre se apasionara con otras cosas, con almas ajenas, con colores exteriores, y sobre todo conmigo.  Con él nunca hablaba de esas cosas.
En los animales el alma está más cerca, creo que sale por los ojos.
Mamá tenía unos ojos preciosos, negros y rasgados, llenos de alma. Papá no.

Papá me odió por siempre jamás cuando vio el cuadro con el alma de mamá. No sé por qué no le gustó; y eso que me esmeré en los bermellones, ¡su puto color favorito! Supongo que fue al descubrir el cuerpo inerte, degollado, en el parqué del salón, lleno de sangre. ¡Total, eso se quita con lejía!, pero el alma de mamá estará siempre allí, en el cuadro del salón.

Para José, por expreso encargo. Que te favorezca la suerte.

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