Cada
día se levantaba y aseaba. Desayunaba un café poco dulce, con leche desnatada y galletas, siguiendo un
ritual arraigado entre los barros de sus recuerdos más antiguos. Posaba la taza, llena hasta el filo, sobre la
mesa, abría un paquete de galletas y se comía diez. El resto, las apartaba con
mimo, escondiéndolas en la esquina del mueble correspondiente. Al día
siguiente, abría otro paquete de galletas y procedía de la misma forma. Así,
durante los primeros seis días de la semana. Al llegar el domingo, colocaba
tras la taza, en filas ordenadas de a cuatro, todos los restos de galletas que
había ido acumulando en el mueble de la cocina, y pausadamente las iba mojando
en la taza.
Un domingo lluvioso de niebla suave y otoño reciente, se despertó
con el sentimiento de que el mundo se acababa, cuando al comenzar su rutina,
descubrió que alguien había juntado todas las galletas de la semana en un mismo
paquetito.
Y es que la rutina tiene eso.
ResponderEliminarMuy bueno tu relato
Un abrazo
Eso suena a TOC... Pero entrañable.
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