Los
rayos de sol, filtrados entre las cortinas, dibujaban un signo de admiración en
la pared. Le pareció un mensaje divino. Sin embargo el bisbiseo de la mosca
frente a los cristales le sonó a castigo, a torpeza y angustia. Provocaron su
ira y sus bajos instintos y le hicieron levantarse buscando un objeto con el
que espachurrarla. En el trayecto hacia el insecto descubrió, sobre la mesita,
el manojo de llaves que llevaba buscando durante dos horas. Siempre olvidaba donde las había
puesto. Eran un objeto tedioso al que dedicaba
muchos minutos al día. Abre, cierra, guárdalas, encuéntralas, búscalas,
piérdelas… Y vuelve a buscarlas. ¿Qué hacían allí? Debió dejarlas ayer, durante
la discusión con su hija. En esos momentos era cuando más cosas perdía. Perdía
las llaves, la dignidad, la quietud, la cordura, la calma; y se perdía en mil conjeturas que ponían en duda su
maternidad, junto a la imagen de la primera vez que la vio, encima de una de las mesas del
paritorio, al lado del lavabo. Tenía unos grandes ojos oscuros y una mirada de
personaje de García Márquez. Fue lo único que pudo ver al mirarla, sus ojos de
par en par abriéndose a la vida.
Durante
esas tormentas, no había razones, ni rencores, ni vencedores ni vencidos; solo
voces, insultos y gritos, balas de palabras que intentaban herir al contrario.
Y después, cuando llegaba la calma, solo podía recordar aquellos grandes ojos
de par en par.
A la chica de los grandes ojos abiertos a la vida
Supongo que ese es el amor materno filial...
ResponderEliminarSupongo.
ResponderEliminarMe ha encantado el principio del relato, Esther. Te conduce suavemente. Saludos
ResponderEliminartqiero
ResponderEliminarincondicionalidad de amor recurrente. yo también supongo.
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