Dicen que ya no eres de ningún sitio cuando no
existe la casa donde recuerdas tu infancia.
Esto lo descubrió Eva ya pasado el
meridiano de su madurez, con un montón de días vacíos y de deseos por cumplir.
Acababa de darse cuenta de que lo único que no le quedaba en stock eran días
por vivir.
Le angustiaba la perspectiva recién estrenada de
que todo lo que había sido cabía en un baulito de madera tallada, del tamaño de
dos cajas de zapatos juntas. Su niñez, varias fotos en blanco y negro
manoseadas y gastadas. Su juventud, tres libros y cuatro folios con las notas
de primaria, un casete que no se podía oír y una flor seca entre las páginas de
uno de los libros. Aún recuerda cuando la recogió de manos de aquel chico en
una de las pocas fiestas a las que asistió en el instituto. También allí
ocurrió su primer beso, y su primera borrachera; mala combinación, pues lo
segundo no le dejó conciencia de lo primero. Así que aquella flor podía
considerarse la única prueba existente de ese primer beso. Quizás por eso la
guardó durante tantos años.
Todo lo demás había ido a parar al contenedor de
la esquina: las libretas de la escuela, los apuntes de la facultad, la ropa
inservible que guardaba por si la usaba el año que viene, su cama, las sillas
repintadas que su madre había heredado de su abuela… Tiró las agendas de años
anteriores con direcciones y teléfonos de amigos a los que ya nunca podría
recordar y la caja vacía de bombones con las cartas que intercambió
durante los años de su lejana primera juventud, cuando aún se usaban el sobre y
el sello para intercambiar sentimientos.
Ya no tenía donde guardar todo aquello, ya no
tenía refugio de referencia para las reuniones familiares. Su casa iba a ser
derruida por el casero; construirían un horrible bloque de pisos
ridículos que obviaría el níspero que nació en el patio cuando su
hermana y ella jugaron a plantar un hueso durante una tarde calurosa de siestas
mal dormidas.
Dejar tu casa, deshacerte de todo, olvidar el
pasado y comenzar una nueva vida en otro lugar. Estaba a punto de enterrar el
rincón en el que se escondía de pequeña para saborear aquel trozo de chocolate
cogido sin permiso, la escalera donde esperaba tumbada durante las horas de
calor del verano y la apartada habitación del miedo de sus 7 años.
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