sábado, 18 de agosto de 2018

MIRANDO ATRÁS



Dicen que ya no eres de ningún sitio cuando no existe la casa donde recuerdas tu infancia.
Esto lo descubrió  Eva ya pasado el meridiano de su madurez, con un montón de días vacíos y de deseos por cumplir. Acababa de darse cuenta de que lo único que no le quedaba en stock eran días por vivir.
Le angustiaba la perspectiva recién estrenada de que todo lo que había sido cabía en un baulito de madera tallada, del tamaño de dos cajas de zapatos juntas. Su niñez, varias fotos en blanco y negro manoseadas y gastadas. Su juventud, tres libros y cuatro folios con las notas de primaria, un casete que no se podía oír y una flor seca entre las páginas de uno de los libros. Aún recuerda cuando la recogió de manos de aquel chico en una de las pocas fiestas a las que asistió en el instituto. También allí ocurrió su primer beso, y su primera borrachera; mala combinación, pues lo segundo no le dejó conciencia de lo primero. Así que aquella flor podía considerarse la única prueba existente de ese primer beso. Quizás por eso la guardó durante tantos años.
Todo lo demás había ido a parar al contenedor de la esquina: las libretas de la escuela, los apuntes de la facultad, la ropa inservible que guardaba por si la usaba el año que viene, su cama, las sillas repintadas que su madre había heredado de su abuela… Tiró las agendas de años anteriores con direcciones y teléfonos de amigos a los que ya nunca podría recordar  y la caja vacía de bombones con las cartas que intercambió durante los años de su lejana primera juventud, cuando aún se usaban el sobre y el sello para intercambiar sentimientos.
Ya no tenía donde guardar todo aquello, ya no tenía refugio de referencia para las reuniones familiares. Su casa iba a ser derruida por el casero; construirían un horrible bloque de pisos ridículos  que obviaría el níspero que nació en el patio cuando su hermana y ella jugaron a plantar un hueso durante una tarde calurosa de siestas mal dormidas.
Dejar tu casa, deshacerte de todo, olvidar el pasado y comenzar una nueva vida en otro lugar. Estaba a punto de enterrar el rincón en el que se escondía de pequeña para saborear aquel trozo de chocolate cogido sin permiso, la escalera donde esperaba tumbada durante las horas de calor del verano y la apartada habitación del miedo de sus 7 años.

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