Hubiera
nacido en los tiempos de la ración, cuando el hambre era mucha y el pan negro,
como el miedo. Pero nunca lo hizo porque una bala atravesó el vientre de su
madre junto a las paredes blancas del cementerio del pueblo. Puede que
ocurriera de noche, o quizás de día; en realidad poca importancia tiene la luz
para un ser que nunca llegó a verla.
Fue
cerca de las eras donde se trastocó para siempre su deseo de nacer, el lugar
donde su madre tantas veces había sudado, espigado y acompañado a su marido en
días de calor, soñando con la familia que empezaban a construir.
Había
pocos espectadores, el cura y el verdugo, pero un buen puñado de actores;
mujeres y hombres dándole la espalda a las paredes encaladas, mirando hacia el oeste,
hacia las piedras llenas aún de restos de trigo.
El
cura, que se había ganado el Don por el mero hecho de estudiar en el seminario,
se llamaba Benjamín. Al Terrible Pérez, que había conseguido su apodo por ser
el verdugo más temido del pueblo, nadie le reconocía otro nombre.
Tras
la guerra, Pérez tuvo que exiliarse de su pueblo como el apestado que todo el
mundo lo consideraba, e intentó echar raíces en uno y otro sitio, sin mucho
éxito. No se sabe muy bien si fue por una incapacidad innata para conservar los
trabajos que encontraba o porque allí donde fuera, si había persona que lo
conociera, truncaba sus planes y sus relaciones; como aquel negocio que se le
fue al garete, cuando ya vivía a 100 km de su casa, y volvió para intentar
vender una partida de burros entre sus paisanos. Tuvo que volver con las orejas
gachas a su nueva residencia y con las bestias sin vender.
Aquel
fusilamiento no fue como cualquier otro. Cuando el párroco vio a la joven mujer
preñada, pidió y suplicó al hombre que se iba a encargar de quitarle la vida
que, por el amor de dios, la dejara vivir. La mirada del verdugo no dejo lugar
a dudas: despectiva, inquisidora, retadora. Sin dejar de mirar al cura a los
ojos, extendió su mano firme y disparó un solo tiro sobre el cuerpo de la
mujer, cuya doble vida cayó desplomada antes de que nadie fuera capaz, siquiera,
de escuchar el sonido del disparo.
El
cura, con rabia oculta y miedo contenido, intentando mantener su posición de
privilegiado, maldijo de todas las maneras que supo aquel acto, y sin poder
evitar que las palabras escaparan de su boca, le dijo:
─Te
verás errante por el resto de tus días.
Terrible
Pérez murió solo, lejos de los suyos y de la tierra que lo vio nacer,
despreciado y maldito; errante.